viernes, 24 de enero de 2014

Sombras Malditas - El Paraíso Prohibido (VII)



La enorme y pesada puerta se cerró con un golpe que auguraba el final de un camino, el punto sin retorno de un sendero maldito que nadie más habría de recorrer alguna vez. Aeryn se dejó caer, desmadejada y vencida, sobre el alfombrado suelo de la estancia sin apenas prestar atención al lujo que la rodeaba. Shadow, su protector y su ancla, reposaba a su lado proporcionándole el calor que parecía huir de sus miembros entumecidos.
El corazón galopando, la sangre rugiendo veloz y ardiente en sus venas, los pensamientos girando a una velocidad vertiginosa en su cerebro confuso, hacían estremecer el cuerpo de la prisionera como si hubiese sido poseído por la fiebre. Sus dedos, largos y delicados, se cerraban sobre el pelaje amigo del lobo, buscando la familiaridad del contacto y el consuelo que siempre le proporcionaba. El tiempo se detuvo... qué más daba, si su captor había dictado su sentencia perpetua, su condena a muerte tras aquellas paredes cubiertas de tapices, que parecían burlarse del destino impuesto a quien nunca poseyó nada que no hubiese fabricado con sus propias manos? Aeryn no sabía cuántas horas habían transcurrido desde que la puerta se cerró sellando su destino; no había en la estancia más luz que la que las múltiples antorchas proporcionaban, ni ventana alguna que le diese una visión del mundo exterior. A pesar de su estado de entumecimiento, del miedo que clavaba las garras en su pecho impidiéndole respirar profundamente, supo que se encontraba en las entrañas mismas de la tierra, en un lugar en el que nunca sería encontrada. Una risa histérica y una carcajada amarga brotaron de su garganta dolorida.

- Estúpida, Aeryn...cómo puedes ser tan estúpida? Quién va a buscar a la bruja que rehuyen desde hace décadas? Quién se preocupará cuando mi capa roja deje de asomar entre los árboles esporádicamente, cuando se den cuenta de que hace semanas o meses que nadie tiene que alterar el curso de sus pasos para esquivarme?

Se irguió en toda su pequeña estatura, menuda y aterida, demacrada y débil, apoyándose en la firme columna de su fiel Shadow, que no había proferido ni un gemido, ni un gruñido más desde que Taranis les abandonó en su cárcel de lujo. Se inclinó sobre la noble cabeza, abrazando el calor y el olor a tierra mojada y bosque que siempre acompañaba al lobo y dejó que sus dedos se perdiesen en una caricia lenta.

- Mis respuestas, Shadow... no he encontrado ninguna y han surgido, sin embargo, más preguntas.

Se dejó caer de rodillas frente a su amigo y buscó su mirada ámbar colocando ambas manos a los lados de su mandíbula fuertemente cerrada.

- Es verdad,Shadow? Ha dicho que tú alejas de mí la enfermedad y la muerte. Cómo podría ser cierto? Eres un lobo, uno más de la manada... longevo, al igual que yo, quizás aquejado por la misma maldición ,pero...

Se llevó las manos a la cabeza en un gesto desesperado, intentando acallar las mil preguntas, las dudas, el miedo y el dolor que la asaltaron de repente como una avalancha. El lobo, sensible al delicado estado mental en el que se encontraba su protegida, empujó con su hocico el hombro de la joven forzándola a alzarse y buscar el cobijo del lecho que se abría, acogedor y cálido, en el centro de la habitación. Como una muñeca sin voluntad se dejó guiar hasta que sus rodillas tocaron el colchón relleno de plumas. Sentada en el borde de la cama, observó con atención por primera vez el espacio que la rodeaba.
Su nueva prisión era amplia y estaba profusamente iluminada, con múltiples huecos que acogían antorchas decoradas como garras de distintos animales. El techo era alto, al menos tres veces su estatura y, a pesar de ello, el ambiente era cálido y seco. Una gran chimenea crepitaba lanzando de vez en cuando una chispa, que salía disparada de los troncos que ardían con generosidad.
Los muebles eran escasos pero suntuosos. Aeryn podía reconocer la calidad de su manufactura aunque nunca hubiese poseído algo semejante. A los pies de la cama, un gran arcón de madera decorada de apariencia antigua; sobre el lecho, un dosel con cielo de brocado rojo sangre hacía descender por los laterales gruesos cortinajes de terciopelo negro. Una cómoda de gran tamaño, una silla aparentemente confortable y un enorme armario de tres puertas completaban la decoración del lugar.
Ni siquiera la curiosidad pudo impulsarla a levantarse a explorar. Si el ángel oscuro decía la verdad, tendría el resto de su vida para conocer cada poro de la antigua madera, cada astilla que pudiese arrancar de esa cárcel de oro. Una mirada cansada hacia sí misma la hizo consciente de su aspecto harapiento, de los jirones que colgaban, como una mortaja sobre un cadáver, de sus miembros agotados. Tiró con más rabia que fuerza de los restos de la capa a la que había llegado a acostumbrarse y el vestido, ya viejo desde hacía años, casi se deshizo en sus manos; una sencilla túnica con cuello en V, de lana azul oscura y recogida en la cintura con un cinturón de cuero trenzado que ahora sostenía los trozos rasgados y que apenas cubrían su cuerpo protegiendo su pudor. Se recostó despacio y tuvo la sensación de precipitarse al vacío, acostumbrada como estaba a la dureza del suelo de la cueva o a su catre apenas acolchado por un par de mantas dobladas.

- Sube, Shadow... te necesito... no quiero estar sola!

Un sollozo rompió su compostura y su aparente valentía mientras se abrazaba, como una niña perdida, a la piel cálida del lobo. Enterrando el rostro en el pelo del animal, dejó que los gemidos la estremeciesen por fin sin control, sin preocuparse por nada más que por su dolor y su desesperación. No importaban ya los motivos que la habían llevado ahí... no habría venganza porque había visto una muerte sin culpa, la misericordia de un final compasivo a manos de un asesino sin corazón ni sentimientos que podía, en cambio, dar la paz a un alma humana atormentada por la enfermedad y la vejez.
No habría regreso, porque no había lugar al que volver ni nadie que esperase, con el farol encendido, que encontrase el camino de vuelta al hogar en medio de la oscuridad de la noche o en el fragor de la tormenta. Sólo los animales, su compañía constante a través de su larga vida, se percatarían de su ausencia, pero no había en ellos más que instinto y bondad; ocasionalmente, olvidarían que una vez una hembra humana caminó entre ellos como una más de la manada, como un ser en armonía con el bosque y la naturaleza salvaje que todos compartían. Al final, sólo Shadow compartiría su condena y el castigo a su osadía, y quizás ese fuese, en aquel momento, el mayor de sus arrepentimientos. El llanto agotó las escasas energías que le quedaban y el sueño llegó como una bendición reparadora. Abrazados ambos, bestia y mujer, las pesadillas se mantuvieron apartadas y la respiración de ambos fue el único sonido que se oyó en el cuarto durante horas.
El regreso a la realidad fue un descenso lento al infierno de la incertidumbre, a la indecisión acerca de cuál habría de ser el siguiente paso. Recordó las palabras de Taranis, la orden categórica que tronó su voz, y una vena de rebeldía envió una poderosa negativa a su mente y a sus labios.

- Puedo ser su prisionera, pero no seré su esclava. Si quiere mi presencia para atenuar su soledad o apagar su aburrimiento, tendrá que obligarme... no soy su invitada ni él es mi anfitrión.

Se giró en el enorme lecho y dejó que la presencia de Shadow la hiciese sentir de nuevo una mujer valerosa, y no la temblorosa víctima en la que se había convertido en presencia de ese ser oscuro.

- El gran comedor!- murmuró alimentando el enfado que la había despertado- Como si pudiese encontrar mi propia sombra en este laberinto...

El sentido de esa frase la hizo incorporarse de repente como impulsada por un resorte mientras tomaba entre sus manos la cabeza de Shadow, animada por una nueva resolución.

- Comprendes lo que eso significa, Shad? Me espera en el gran comedor para la cena: La puerta no está cerrada con llave!

Mientras un plan de escape comenzaba a forjarse en su mente, un oscuro e insidioso pensamiento intentaba abrirse camino hasta la superficie: la triste realidad era que, al lado de aquel monstruo sin alma, cerca de aquel que prometía muerte y dolor con su sola presencia, se sentía más viva de lo que nunca se había sentido... quizás esa era la razón de ser de una existencia errante en el tiempo y anclada en el espacio... encontrar aquello que la hiciese vivir por primera vez en casi un siglo, aunque llegase disfrazado de miedo y agonía, de la proximidad de la muerte misma, envuelto en la amenaza letal de desaparecer en el vacío , porque de eso se trataba, al fin y al cabo, la vida: Un instante entre la partida y la llegada, entre el punto de origen y el destino. Y Taranis era, en sí mismo, la mayor de las preguntas, la más ansiada y misteriosa de las respuestas y el viaje a través de un alma, buscando a otra sin saber si ésta existía o era tan sólo una quimera...

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Taranis, envuelta su agresiva desnudez por sus letales extremidades, alas de noche con afiladas cuchillas por negras plumas, sombra entre las tinieblas, yace sobre la desvencijada cama imperial de un abandonado y olvidado aposento, su habitación en el corazón mismo de la roca del castillo.

Su rincón más íntimo, donde, desde hacía siglos, ninguna presencia humana había osado penetrar. Su refugio y único testigo de su ira y dolor en soledad. Arañazos esbozando intrincados cuadros de sufrimiento horadando los muros, en cadáveres despedazados tornó los cortinajes, los tapices que pendían inertes y destrozados de sombrías paredes, y los velos desgarrados de lo que tiempo atrás fuera una mosquitera, precipitándose ahora sobre su figura y meciéndose al compás de una respiración agitada.

Su aliento entrecortado nace de la inquietud que de un brillo rojizo dotaba a su mirada despierta mientras la clavaba en el faraónico espejo que, a los pies de su cama, en su día sirvió para vestir reyes y señores de alta alcurnia, y ahora era su puerta a aquello que sus ojos quisieran ver.

Tras el muro de líquido cristal que devolvía la imagen del maldito yacente, pronto llegaron las místicas brumas que desdibujaron sus contornos y dieron forma, línea a línea, a la silueta de la joven cautiva y su eterno acompañante lupino. Ambos, sobre la cama y abrazados como un único ser, parecían descansar plácidamente, seducidos por un colchón bajo su ser largo tiempo negado…

Taranis, sin ser consciente siquiera, había descendido de la cama, y levantando chispas contra la fría roca con el roce sus alas mortales, había reptado hasta casi colisionar su rostro con la superficie del espejo. Estudió con extrema lentitud las facciones de la joven, el crepitar de unos ojos inquietos bajo los párpados sin duda presa de oscuras visiones de pesadilla, el titilar de unos labios entreabiertos privados de palabra, el palpitar de un pecho donde, contra todo pronóstico, continuaba latiendo la vida… Maravillado por la fortaleza de su fragilidad, Taranis reparó en que en la batalla de voluntades que entre ambos se había librado, el eterno atuendo escarlata y el vestido que pudoroso escondía cada centímetro de nívea piel de la joven, habían resultado vencidos.

Muchos eran los puntos donde la tela había sucumbido bajo el corte mortal de las negras plumas del depredador, muchos eran los lugares donde el fuego de la tormenta desatada había quemado el terciopelo desgastado… Sus vestiduras, otrora etéreo atuendo de un ser sobrenatural de los bosques ahora parecían vestir a una vagabunda, una repudiada, descastada y expulsada de la humana sociedad… y en cierta forma lo era, pero no lo sería entre los muros que ahora eran su hogar, su prisión.

Una risa susurrada, apenas audible, pero no por ello menos sibilina y diabólica, escapó de entre los labios del ángel caído mientras, sin separar su cuerpo del suelo, y de nuevo reptando como la más repulsiva de las criaturas, se acercó a un armario olvidado del vestidor para, tras destrozar gran parte de su contenido y hallar lo que parecía buscar, regresar al gélido espejo donde, entre brumas, continuaba la imagen de la pareja durmiente. Brillo rojizo en su mirada, entre el fuego y la sangre, una ceja en alto, desafiante, y un paso adelante para desaparecer, como quien se sumerge en un lago, tras la superficie del espejo, que ahora, en una habitación vacía, nos muestra a Aeryn y Shadow aún durmientes, y a una negra figura de ojos de fuego a su lado…

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Aeryn, renovadas sus energías y recargadas sus ganas de vivir y sus ansias de libertad tras las horas de merecido letargo, giró sobre sí misma descendiendo sus piernas fuera de la balsa de seguridad que había sido la cama, no sin emitir un suspiro ahogado cuando las plantas desnudas de sus maltrechos pies hicieron contacto con el frío de la roca del suelo de la estancia.

Sentada en el mismo borde, con los ojos aún entrecerrados y sintiendo no sólo el frío bajo sus pies, sino la invitadora corriente de aire que se colaba por la puerta entreabierta, respiro profundamente, recopilando toda la determinación de que era capaz, para lanzarse a la aventura de una huida de incierto resultado. Su rictus se endureció, sus manos se crisparon en puños, y sin abrir siquiera del todo los ojos, se alzó con decisión, pero en su primer intento de caminar trastabilló y a punto estuvo de precipitarse al suelo.

Sus ojos, ahora abiertos y de inquisidora mirada, turbados por el desastroso resultado del primer paso de su plan, buscaron raudos al enemigo que había osado perturbar su equilibrio, y sus pupilas se dilataron aún más al encontrarlo.

Unos zapatos, botines, que esperaban su encuentro al pie de la cama, negros, semiocultos en las sombras. Femeninos y elegantes a la par que funcionales para no volver a tropezar en las irregularidades del castillo infernal. Detallados con intrincados ornamentos de negro cuero engarzado en finísimas cadenas que destellaban seductoras a medida que Aeryn los evaluaba moviéndolos con el pie, curiosa.

A medida que era más consciente de su entorno, y, sobre todo, de los cambios obrados en él durante su sueño, fue elevando la vista, invocada por otros destellos, el brillo del otro objeto que, junto a los lujosos zapatos, había llegado a sus aposentos mientras ella se hallaba más allá del mundo real, vagando, perdida por el reparador reino de los sueños junto a su protector, Shadow.

Sobre una butaca que por su aspecto cualquiera podría asegurar que llevaba allí una y mil vidas, pero sobre la que no reposaba ni una atrevida mota de polvo que así lo delatara, yacía una cascada de irreal tejido negro azabache, ondeante, invitadora…

Vacilando pero sin poder resistirse a su atracción, Aeryn se aproximó al trono olvidado y, tímida a la par que decidida, tomó entre sus manos el lujoso atuendo que se presentó entre sus dedos como un vestido de opulenta y pecaminosa gala.

Terciopelo, seda, engarces de preciado azabache, obsidiana y pedrerías más allá de su conocimiento, ornamentos en su talle que a la pupila se sugerían plumas pero que al tacto carecían de suavidad y revestían gelidez metálica… Un atuendo de absoluta oscuridad, un vestido no de noche, sino encarnando la noche misma, con todos sus peligros, toda su seducción. Un diseño salido del corazón mismo de las tinieblas cuyo tacto y aspecto trajo a la memoria de la joven la vívida imagen de las alas de su captor, que tanto pavor como atracción provocaban en ella.

Tal evocación hizo que Aeryn cesara sus caricias sobre la tela y sus complementos, y la dejara caer de nuevo sobre la butaca, luchando contra su hechizo, haciendo acopio de las fuerzas que del rechazo nacen iracundas. El tiempo se detuvo e incluso la brisa que a través del pórtico se colaba pareció contener el aliento durante unos instantes eternos en que la joven se enfrentaba cara a cara a sus dudas, el debido rechazo frente a la lujuriosa tentación de vestir el lujo que nunca se atrevió ni a soñar. La mirada descendiendo, el brazo alzándose tembloroso y lento hacia la susurrante tela, cayendo de nuevo, una y otra vez.

Incapaz de retirarse o saltar al vacío, Aeryn enterró el rostro entre sus manos, respirando profundamente entre sus dedos en pos de una calma, decisión y fuerza para continuar adelante y pelear por el fin de su cautiverio.
Pasaron segundos, quizá minutos, y en su mente y sin saber por qué se asentó la certeza de lo inevitable a medida que una eléctrica y extraña sensación invadía cada centímetro de su cuerpo. Lenta, muy lentamente, descendieron las yemas de sus dedos en una consoladora caricia involuntaria, abandonando su rostro y rompiendo la seguridad de la forzada ceguera. Sus párpados se desplegaron buscando su propio reflejo en la fría objetividad del espejo, conociendo, sabiendo, lo que encontraría.

Una extraña que no era otra que ella misma le devolvía la mirada, entre arrogante y asustada, desde el otro lado del cristal. Oscura, hermosa y mortalmente viva, la joven, réplica diabólica de Aeryn, se observaba, una y otra vez, desde el intrincado y barroco peinado salpicado de perlas negras, plumas y finas cadenas, bajando por las cataratas de negro terciopelo de su vestido hasta el mortal filo de la punta de sus zapatos. Y de nuevo los ojos ascendían, admirando, temiendo, mientras, a este lado del espejo, sus manos se posaban sobre su vientre comprobando que no, no existía ilusión óptica. Consciente, o inconscientemente, el vestido era ahora una segunda piel también a este lado de la realidad, y parecía incluso respirar con ella, vivo.

Por fin los ojos de la joven oscura y los de Aeryn se atrevieron a encontrarse, realidad e imagen fueron una, conectaron en un instante de violento reconocimiento que provocó el más intenso de los vértigos en las mismas entrañas de la que fuera pacífica criatura del bosque y ahora se viera transformada en señora de la noche. Pero su gemela al otro lado del cristal, ajena al miedo, sonrió, ladeado en diabólica mueca el rictus de sus labios, y la claridad de sus ojos enmarcados en un maquillaje que viajaba del color ceniza al más inescrutable negro, se oscureció, y tornó fuego… ni siquiera eran ya sus ojos, ni su sonrisa, sino las de su ángel captor, invitando, arrastrando…

La integridad de su reflejo se tornó humo, pura negrura viva que borró los contornos de la réplica de sus aposentos en el espejo, y redibujó la estancia creando la imagen de un suntuoso comedor, perdiendo el espejo su ser, su esencia, para ser puerta, pasaje ineludible e imposible, pero real.

Aeryn, presa de un asombro próximo al trance, comenzó a caminar por la senda de humo que se precipitaba desde el marco que sostenía el cristal, hacia el interior de la puerta, del espejo. Ajena al peligro, ajena a lo sobrenatural de la situación, ajena al lamento de su compañero, Shadow, que, aún sobre la cama, retraía sus mandíbulas mostrando su plena desaprobación… Un paso, dos, un parpadeo en el instante justo del impacto en el que cruzar el umbral, y su cuerpo desapareció de la alcoba para ser de nuevo físico en aquel comedor de pesadilla.

Las pupilas inyectadas en sangre de Shadow, inmóvil mas en posición de ataque sobre la cama observando a la extraña en que parecía haberse transformado su compañera eterna, se dilataron al máximo. Sus gruñidos se maximizaron en el instante mismo en que Aeryn cruzó la superficie del espejo, devorada por las brumas negras que en el él se formaban y de él se vertían, ponzoñosas, sobre el suelo de la estancia, y sus instintos le impulsaron a flexionar las patas y, de un salto, abalanzarse en pos de la joven, cruzar con ella al incierto otro lado…

Pero no hubo sobrenatural viaje para el lobo, su cuerpo encontró la dura superficie que se quebró en mil afilados pedazos cuando, con el impulso de todo su peso, Shadow colisionó contra el espejo. La imagen de Aeryn en su atuendo de tinieblas avanzando por el gran salón se tornó caleidoscopio, fragmentada, precipitándose al suelo, sumergiéndose el cristal en la suave cabellera del fiel protector de la joven, ahora inconsciente, al pie de un espejo roto, silencioso y ciego, sobre un charco de su propia sangre…

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