domingo, 6 de enero de 2013

Sombras Malditas - El Paraíso Prohibido (V)

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TARANIS

El desasosiego guía mis pasos intranquilos por el subsuelo de la que es mi morada y refugio, mi hogar bajo las ruinas. Camino, arriba y abajo, arriba y abajo. Un escalofrío de anticipación detiene el fluir de mi negra sangre, un presentimiento susurra ponzoñoso desde lo más profundo de mi alma de tinieblas. Está aquí.

Sus gritos, sus imprecaciones, no sólo rasgan la quietud absoluta de la noche, el total silencio de la madrugada. Su sangre, gotas de vida que incendian la tierra bajo sus pies, sobre mi cabeza, filtra el poder de su reto, de su desesperado llamado, por la roca inerte hasta el mármol negro de mi deseo, mi anhelo de soledad, de muerte.

 Un quedo gruñido surge no buscado de mis entrañas abriéndose camino hacia mis labios en el instante mismo en que mis manos, armas de la parca, se crispan en garras, puños cerrados cuyas uñas de cristal rasgan las palmas, perforan la carne y dejan tras de mi el rastro de veneno, gota a gota, mientras camino, ajeno a mi voluntad, entre las tililantes antorchas hacia el exterior, luces que mueren, como toda esperanza, a mi espalda al desplegarse rabiosas mis negras alas impulsándome más y más deprisa hacia su desafío. Soy violencia, soy furia, soy la ira del cielo en la tierra.

La rabia por la paz del destierro roto por el mero agravio de su presencia se extiende más allá de mi cuerpo inmortal, los elementos se alzan, furibundos y estalla la tormenta, en mí, sobre mi… Salta ante mi grito desbocado la madera centenaria de sus bisagras, muere hecha pedazos a mis pies, pulverizada, arrastrada por un viento gélido, mortal, que se arremolina, más y más deprisa…

Alcanzo el exterior, sin rozar ya el suelo, elevado unos metros sobre una tierra impropia del inmortal que soy, extendiendo mis manos ya escarlatas, dibujando mis dedos ensangrentados luz en la oscuridad de la tormenta, rayos que golpean lápidas y muros olvidados. Dios de la tormenta, Dios de muerte y destrucción…

Mis cabellos danzan al viento de la ira haciéndose uno con el batir de unas plumas que lloran tóxicas lágrimas negras sobre el camposanto, gota a gota que es fuego al envenenar la tierra, matar la vida, mientras avanzo lentamente hacia la figura aún erguida y desafiante que observa desde el océano embravecido de rojos atuendos, olas de sangre que bañan un cuerpo listo para su sacrificio.

Mi sonrisa, mueca esperpéntica de crueldad, mi mirada, mar de infinita negrura, espejo del pecado y la nada eterna, avanzando, implacable, incontrolable y descontrolado, hacia la estatua de roja sal que permanece, abandonada, voluntariamente entregada a la bestia.

Me detengo a apenas unos metros de su presencia, de su mirada azul, única fuente de vida en el caos. Se extienden mis brazos hacia ella, guían mis dedos la sinfonía de la tormenta, ordena mi poder el cerco de destrucción de los rayos que van aproximándose más y más a ella, quemando, destruyendo lápida a lápida, roca a roca, ángel a ángel a su alrededor…

Grito, grito de nuevo descargando toda mi furia, mi ira milenaria hecha destello de la más cegadora luz, cenit de la antinatural tormenta estallando a su alrededor, explotando y lamiendo lenguas de fuego cada centímetro de su entorno, de ella. Un grito, un destello, el fin, su fin.

Regresa el silencio, la sepulcral quietud de una noche sin vida. Se disipan las místicas brumas, se acalla el bramido de la tormenta, regresa el mortífero poder de los rayos a mis humeantes yemas. Quietud. Muerte. Nada.

Yace su figura, apenas un bulto bajo la ensangrentada capa roja, desplomada en el suelo, en el centro mismo de un círculo limitado por moribundas llamas testigos de la destrucción. Yace, quieta, como los fragmentos de las estatuas custodias de los muertos bajo ellas, otro ángel roto, otro pedazo de olvido que abandona la carne para ser tierra.

Desciendo, plegando las alas en mi espalda, recuperando el dominio del ser que habita en mí más allá de la ira, recobro voluntad y control, retomo mi soledad, mi silencio, regresa el blanco a mis ojos, mi mirada triste, hastiada de la baldía eternidad. Unos pasos calmos, tranquilos, paseando entre mi obra, mi creación, mi caos, caminando hacia ella.
Extiendo mi pie desnudo girando con él su figura laxa sobre sí misma. Se desprende la capucha de su cabeza rebelando un rostro en paz y descanso, un rostro en el que, aún ostentando manchas de sangre y ceniza, sobrevive el sosiego, pureza flotando a la deriva en un mar vil, viciado y corrupto.

Pero algo rompe la magia de mi creación, de mi nueva obra de inocencia destruida… apenas un movimiento insignificante, apenas perceptible, pero regular y latente, su vida.
¿Su vida? ¿Cómo puede su pecho aún alzarse respirando? ¿Cómo puede su corazón, ajeno al miedo, continuar latiendo cuando todo a su alrededor es destrucción, cuando cualquier humano corazón hubiera ya fenecido, muerto, en presencia de la muerte misma?

Me agacho junto a ella y lenta y pulcramente hago con su capa sudario de su cuerpo yacente. Me aproximo a su rostro en paz y oculto el desafío de la vida que aún se esconde tras sus párpados cerrados bajo la capucha. Envuelta, segura su piel lejos del fatal contacto con la mía, la alzo en mis brazos, apenas un peso insignificante de un ser insignificante cuya existencia, cuya permanencia, reta toda razón, todo conocimiento.

Atrás queda la destrucción, atrás queda el resplandor de un naciente día. Camino, sosteniéndola contra mi pecho, al corazón de las tinieblas, a las entrañas de la roca, devorados por la negrura a medida que descendemos la escalera. Si la misma muerte no la desea en sus dominios, ahora ella, la extraña portadora del escarlata, será mi prisionera, mis respuestas.

AERYN

En algún instante, perdida entre el sonido de los rayos que perforan la tierra con feroces envites y los relámpagos que rasgan el cielo en miles de fantasmagóricos pedazos, la verdad de mi autoengaño se abre paso con una violencia que me oprime el pecho y me dificulta respirar. Cada disparo de luz que cae a tierra se acerca más y más a mi figura, insignificante presencia en medio de la noche amenazadora. No son casuales, nada tiene que ver el azar con el dibujo que cerca mis salidas cerrándome el paso. Me apoyo en la gastada pared sintiendo de repente, y más que nunca, el hambre por vivir, la necesidad perentoria de vislumbrar el nuevo amanecer, de celebrar cada latido, cada lágrima que la vida me ofrece, cada minuto vivido con mi fiel y amado Shadow, que aúlla en el bosque llamándome a su lado. No quiero morir. Y lo comprendo ahora, cuando la muerte abre la puerta lentamente, haciéndome sentir con ese cruel y terrorífico gemido del metal oxidado, que el aire que llena mis pulmones será, quizás, el último soplo de vida que me resta. No hay ya tiempo, no hay escape posible ni lugar en el que ocultarme, pues este oscuro y maligno ser ha hecho suyo lo que un día fue sólo mío, mi morada secreta, mi remanso de paz.

La tormenta incendia cada paso sobre estas ruinas reduciendo mi espacio a un pequeño círculo en el que apenas consigo eludir las llamas. Sujeto mi capa entre mis dedos crispados sabiendo que la más pequeña chispa me inmolará en el altar pagano de este demonio. El aire parece espesarse en mi garganta y no consigo llevarlo a mi interior; mi mente se nubla, siento el vacío, la ligereza de mi cuerpo iniciando la caída, pero soy incapaz de detenerla. Con un último rastro de conciencia, mis ojos vislumbran una figura inmensa, oscura, vestida tan sólo con unos pantalones negros, sus pies descalzos, su pecho, amplio y desnudo y a su espalda... antes de que mis párpados se cierren puedo verlas, no sé si realidad o pesadilla, pero tan negras e increíbles como la pluma que deposité, osada, en el sillar caído. Sus alas se abren, imposibles en su amplitud y su existencia misma, abarcando la noche en toda su envergadura y dotándolo de un aura demoníaca que da forma al monstruo que no me atrevía a imaginar. Sus manos chorrean sangre y ni siquiera la oscuridad de la tormenta consigue esconder a mi mirada ese hecho fatídico. La muerte encarnada, el dios de la tormenta, el dios de la furia me mira con ojos de noche y vacío mientras los míos se cierran quizás por última vez.
No sé cuánto tiempo ha pasado; no sé si estoy soñando o si estoy muerta y este es el infierno que me ha sido destinado. Mi cuerpo se siente liviano, grácil y etéreo, dotado de la capacidad de elevarse en el viento y planear sobre las nubes que cubren el mundo. Pero... no soy yo. Es otro ser, es otro el cuerpo que se mece en el aire. Puedo verlo desde cierta distancia y cada átomo de mi ser desea alcanzarle, necesita alcanzarle por alguna razón que desconozco. El cielo se abre de repente y su cuerpo convulsiona azotado por miles de rayos que le voltean, le golpean sin piedad, trocando esas alas en negros apéndices mutilados, incapaces ya de sostenerle. Le veo caer, rompiendo el aire, quebrando cada pluma y cada miembro en ángulos imposibles y su rostro se contorsiona en agónicos gritos de un dolor que no puedo imaginar. Lloro en silencio su caída, escondiendo mis gemidos en mis manos unidas mientras le veo precipitarse a tierra más y más rápido, en un imposible vuelo que ha, por fuerza, de acabar con su vida. Veo ahora el agua negra, el océano oscuro que abre sus líquidos brazos para recibirlo, haciendo de sus olas más salvajes una tumba y una cuna para acoger su cuerpo malherido y siento, sin saber por qué, que algo o alguien ha tenido misericordia de su pena y ha intercedido para salvarle. El golpe es brutal, fiero, mortal para cualquiera que lo sufra, pero no para él. Cuando se estrella contra la barrera salada que lo envuelve y le sumerge hasta lo más profundo de sus aguas, los rayos y los truenos parecen volverse locos en su cielo, iluminando la noche y trayendo el día a esta tierra de seres mortales y débiles que será, a partir de ahora, su trono y refugio, su hogar maldito.
Un barco de pescadores, mudos y atónitos testigos de la caída de un ángel, rompen su silencio de repente en medio de la cacofonía de la tormenta gritando su nombre: Taranis.

Una convulsión, el aire penetrando de golpe en mis pulmones, me trae de nuevo a la vida. En mis labios resuena todavía el grito, el nombre que he pronunciado en voz alta llamándole angustiada. Intento incorporarme, pero el pánico me lo impide cuando comprendo dónde estoy. Sus brazos me sostienen, sus ojos de mirada incrédula me taladran y siento mi piel arder allí donde sus pupilas se posan. Mi capucha ha caído y mi pelo se enreda entre sus dedos, una atadura más para una fuga irrealizable. Su altura increíble, su formidable presencia, terrorífica, maligna y oscura, me paralizan de terror. ¡Quiero vivir! ¡Necesito vivir! Me retuerzo en sus brazos en un vano intento de huida, arañando su mejilla y mi propio brazo con mis uñas y la sangre brota al instante, salpicándome a su vez. Mi grito le hace contemplar, impertérrito, la quemadura que ha provocado su ponzoña en mi piel y en mis dedos y toca, curioso e indiferente, mis rasguños. Mi sangre en sus yemas parece brillar como si hubiese esparcido sobre ella polvo de oro, y le veo acercársela a sus propias heridas, que desaparecen al instante como si nunca hubiesen estado ahí. Su agarre es fuerte y su postura firme. No me habla, no dice nada en respuesta a mis gritos, pero sé que no lo he soñado, sé que el nombre en mis labios era real y sé que es el suyo. Sé, también, que no debería estar en poder de ese conocimiento y comprendo que quizás sea mi única baza a la hora de negociar por mi vida. ¿Cómo suplicar, cómo rogar a alguien que no muestra la más mínima compasión ni rastro alguno de sentimientos humanos? El pánico me paraliza y enmudece mientras intento buscar una salida, una respuesta a su muda pregunta. Sé que lo que he soñado pasó realmente alguna vez, mucho antes de que yo pisase estos bosques y estas ruinas por vez primera. Su rostro mira ahora al frente mientras se introduce por el oscuro hueco de la puerta conmigo en sus brazos. Sus manos son esposas de hierro ardiente sobre mi cuerpo, sogas cortantes que me impiden cualquier movimiento. Sólo mi mente es libre todavía, sólo mi voz, perdida en algún lugar de mi garganta e intentando salir desesperadamente. Los escalones parecen descender hasta el mismo infierno. Jamás, en mis paseos por estas murallas, osé aventurarme hasta sus profundidades. No puedo ver nada, pero este ser que me ata no duda ni titubea; sus pasos son firmes y puedo sentir el vaivén en lo alto de esta cárcel que su cuerpo ha forjado para mí.

Después de lo que me parece un siglo, su camino se detiene y oigo el gemido de una puerta que intuyo pesada y gastada, de oxidados goznes y de húmeda madera antigua. Me deja en el suelo y, aunque intento ponerme en pie, mis piernas me traicionan y caigo al suelo raspándome las rodillas y la palma de mis manos. Ya más acostumbrada a la oscuridad, puedo ver cómo su cabeza se ladea con curiosidad y parece detenerse a oler el aire viciado de la mazmorra. Sé que huele mi sangre, pero no hace nada para restañarla ni tampoco para atacarme. Me mira en silencio, como si no supiese qué hacer conmigo, y comprendo que es el momento de hablar, antes de que se vaya y me abandone en medio de esta nada que me tragará para siempre.

- ¿Qué quieres de mí? ¿Qué buscas? Sé que no es mi sangre, porque habrías podido matarme cien veces desde que llegaste al castillo.

Sus ojos están más allá de este mundo, puedo jurarlo. No tengo demasiadas experiencias con seres humanos, dado que mi interacción solía limitarse a Moira y poco más, pero puedo sentir las sombras abriéndose camino desde su interior, como si no pudiese mantenerlas a raya, como si estuviese lleno de negrura y maldad, de negro veneno que espera asomar a la menor ocasión. Afuera, muy, muy arriba sobre mi cabeza, la tormenta ha cesado y puedo oír en la lejanía el aullido lastimero de Shadow. Sé que vendrá a por mí, a pesar de que le ordené que esperase en la cueva, y sé que intentar salvarme será su fin. Las lágrimas ruedan por mis mejillas, pero nada conmueve a quien no las comprende, a quien no las conoce. Se gira, frío y letal en cada paso, malévolamente hermoso en su alado despliegue, y comienza a ascender, descalzo y lento, los gastados escalones, cerrando la puerta tras de sí. Me lanzo contra la madera golpeando con mis puños cerrados hasta que puedo sentir mis dedos quebrándose y la piel desollándose contra los hinchados tablones. Los gritos rasgan mi garganta arañando las viejas piedras y el eco de mi voz rebota en las paredes húmedas y frías, pero su paso no se detiene y, estoy segura, no mira atrás.
- ¡No me dejes aquí, por amor de Dios! ¡No me abandones! ¡¡¡¡TARANIS!!!!


TARANIS

La oscuridad viste de sombras mi presencia mientras dejo atrás los gemidos, fruto de ira, frustración, miedo y rabia, de mi cautiva. Camino azorado perdiéndome en el silencio del laberinto de cuevas que horadan el corazón de la roca, invisible, noche entre tinieblas.
Mis pasos náufragos arrastran mi deriva al más profundo rincón de mi morada. Exhalo el aire contenido desde el instante mismo en que sus labios dibujaron mi nombre, escapa de mi interior mientras mi espalda resbala por la húmeda pared de roca y quedo sentado sobre el embarrado suelo de la caverna.

Escapa el aire, escapa mi razón… y sólo queda el vacío, un inmenso vacío, minúsculo ante la magnificencia del interrogante…
“Taranis”, susurró la extraña, “Taranis”, gritó la desconocida…
Siglos han transcurrido desde la última ocasión en que alguien diera nombre a lo innombrable, a lo indescriptible, a mí.
Y aquella vez primera, aquella fatídica noche sin fin, el origen de esta muerte animada y vital, aquella noche en que tal apelativo me fue asociado me ha sido mostrado en sus ojos, en su mirada azul… Fragmento a fragmento, un recuerdo proyectado, robado e involuntariamente compartido...

Revivir mi caída, sentir de nuevo la caricia de la furia de los elementos, el poder de la tormenta extinguiendo en brillantes llamas una a una las otrora níveas alas, brillando en destellos de agonía mis plumas ígneas, pulverizadas por el fuego cruel de los rayos que me golpeaban sin piedad retorciendo mi ser en grotesco ardiente vuelo vertical hacia el inevitable impacto con la Tierra, mi nueva realidad.
Pero una rabia tan poderosa como la del firmamento tomó posesión de mi figura, nada puede el fuego contra la bravura del océano y pronto mi cuerpo impactó en gélido abrazo con las olas, hundiéndome más y más en la absoluta negrura.

No quedaba fuego alguno ya, no sobrevivió vestigio alguno de mis sobrenaturales extremidades aladas, todo quedaba atrás, consumido, perdido, como los recuerdos que sentí escapar de mí, uno a uno, entre las burbujas que huían en busca de la superficie a través de mis labios amoratados, purpúreas víctimas del celestial fuego.
Observé las esferas de oxígeno ascender hacia los últimos y tililantes destellos de luz sobre mí, y vi danzar imágenes entre ellas, los restos de una vida perdida, los recuerdos de mi plácida y plena existencia en el paraíso escapando de mi compañía como la suma deidad había dictado en mi sentencia, mi condena… Sólo la certeza de haber logrado el ideal y la añoranza permanecerían en mi interior, pero nada más, ni un detalle, ni un recuerdo, ni una imagen, sólo el sentimiento absoluto de pérdida, el inmenso vacío de haber tenido todo y haberme sido arrebatado…
Apenas recuerdo más, sólo dejar morir mi mirada, hacerme uno con la nada de las absolutas tinieblas que reptan bajo la superficie del nocturno océano. Permitir que los recuerdos me abandonaran, que hasta la última molécula de aire escapara. Desaparecer, muerto en vida, enterrado en la tumba del mar oscuro.
Pero aquello no fue más que el comienzo de una condena sólo digna de la penitencia más cruel frente al pecado de los pecados, mi blasfemia.

Pronto mi cuerpo dejó de mecerse con la corriente para verse arrastrado hacia la blancura de la espuma de la superficie fruto de la batalla del oleaje contra una endeble embarcación.
Abandonado, incapaz de ningún movimiento, enredado en unas rústicas redes de pescador fui alzado de las aguas y recogido por los culpables primeros de mi agonía, los hombres. Había completado mi bautismo de agua y fuego y comenzaba el ritual del dolor…
Sus voces, meros susurros en una lengua extraña que inexplicablemente comprendía con total claridad, discutían cargadas de pavor qué hacer con el hombre venido del fuego del cielo…
“Taranis” me llamaban, “el dios de la tormenta”, me apelaban…
Santa ignorancia, tamaña imaginación y eterno e incomprensible ánimo de dar nombre y explicación a aquello más allá de su entendimiento y razón.
“Taranis, el dios de la Tormenta”, reí, reí carcajadas salvajes, río mi boca sin apenas labios, carcajeó mi mandíbula de aserrados y letales dientes mientras los humanos se agolpaban, aterrados, unos contra otros, en el extremo contrario de la embarcación…
“Taranis, el dios de la Tormenta”, Taranis, aquel al que el único Dios arrojó a la tormenta, el condenado, la nueva plaga… Reí, reí mientras torpemente y pleno de esfuerzo y dolor conseguí alzar mi desnuda y quemada figura. Reí desafiante, obviando la presencia de los mortales, ya temblando y de rodillas frente a mí. Reí, reí alzando los brazos al firmamento, a un cielo al que ya no era bienvenido, del que había sido salvajemente proscrito.

Un último sonido, un último destello sellando mi destierro, un grito del creador en respuesta a mi risa, una lengua de fuego que hizo de lo que fue una embarcación masa heterogénea de pedazos de carne, maderas y ropajes humeantes dispersos por la marea…

Silencio, absoluto silencio yaciendo inmóvil en la superficie, abandonado al destino, delegando en él la voluntad de elegir una orilla, una costa donde depositar al condenado, el maldito que tras el último destello, el último adiós del creador, vestía un nuevo cuerpo desconocido y generaba suaves hondas con sus nuevas alas manteniéndolo a flote, alas negras como el océano en la noche más oscura, aquella noche…
...
Dejo que los recuerdos de una tan lejana como vívida noche se desvanezcan mientras regreso de nuevo al presente, a la seguridad de mi refugio a apenas unos metros de aquella playa donde mis pies pisaron tierra firme por primera vez, a la caverna que me oculta, al interrogante que me persigue, a mi nombre en sus labios…

“Taranis”… una palabra maldita, la primera escuchada al abandonar la luz divina.
“Taranis”… un título nacido del fuego, la destrucción, el apelativo del monarca de un nuevo reino de agonía y muerte.
“Taranis”, una palabra que fue sello, rúbrica y clave a mi condena, un apelativo prohibido, innombrable ni aún en los susurros de la leyenda hecha advertencia junto a la lumbre de los hogares de estas tierras malditas…
“Taranis”, el nombre olvidado que toma vida de nuevo en la voz de quien, inexplicablemente, ha visto lo que Dios mismo prohibió ver, mi caída, mi renacimiento como el demonio del dolor, el ángel de la muerte, el dios de la tormenta, de la sangre… ella posee el conocimiento, pero… ¿POR QUÉ?